Do livro Elogio da sombra – 15 / 31
Pedro Salvadores
A Juan Murchison
Quero deixar escrito, talvez pela primeira vez, um dos
fatos mais estranhos e mais tristes de nossa história. Interferir o menos
possível em sua narrativa, prescindir de acréscimos pitorescos e de conjeturas
aventureiras é, parece-me, a melhor maneira de fazê-lo.
Um homem, uma mulher e a vasta sombra de um ditador são
os três personagens. O homem se chamava Pedro Salvadores; meu avô Acevedo
viu-o, dias ou semanas depois da batalha de Caseros. Pedro Salvadores, talvez,
não se distinguia do comum das gentes, mas seu destino e os anos o fizeram
único. Seria um senhor como tantos outros de sua época. Possuía (cabe-nos
supor) um estabelecimento no campo e era unitarista. O sobrenome de sua mulher
era Planes; os dois moravam na rua Suipacha, perto da esquina do Templo. A casa
em que se deram os fatos seria igual às outras: a porta da rua, o vestíbulo, a
porta-cancela, os aposentos, a profundidade dos pátios. Certa noite, por volta
de 1842, ouviram o progressivo e surdo rumor dos cascos dos cavalos na rua de
terra e os vivas e morras dos cavaleiros. A mazorca [1], desta
vez, não passou ao largo. À gritaria sucederam-se os repetidos golpes; enquanto
os homens derrubavam a porta, Salvador conseguiu arrastar a mesa de jantar,
levantar o tapete e ocultar-se no porão. A mulher pôs a mesa em seu lugar. A mazorca entrou com
violência; vinham para levar Pedro Salvadores. A mulher declarou que ele havia
fugido para Montevidéu. Não acreditaram; açoitaram-na, quebraram toda a louça
azul celeste, revistaram a casa, mas não lhes ocorreu levantar o tapete. À
meia-noite se foram, não sem haver jurado voltar.
Aqui começa verdadeiramente a história de Pedro
Salvadores. Viveu noves anos no porão. Por mais que digamos que os anos são
feitos de dias e os dias de horas e que nove anos é uma expressão abstrata e
uma soma impossível, essa história é atroz. Suspeito que na sombra em que seus
olhos aprenderam a decifrar ele não pensava em nada, nem mesmo em seu ódio nem
em seu perigo. Estava ali, no porão. Alguns ecos daquele mundo que lhe era
proibido lhe chegariam de cima: os passos costumeiros de sua mulher, a pancada
do balde no parapeito da cisterna, a pesada chuva no pátio. Além disso, cada
dia poderia ser o último.
A mulher foi despedindo a criadagem, que era capaz de
denunciá-los. Disse a todos os seus que Salvadores estava na Banda Oriental.
Ganhou o pão dos dois costurando para o exército. No decurso dos anos teve dois
filhos; a família a repudiou, atribuindo-os a um amante. Depois da queda do
tirano, pediram-lhe perdão de joelhos.
O quê foi, quem foi, Pedro Salvadores? Encarceraram-no o
terror, o amor, a invisível presença de Buenos Aires e, finalmente, o hábito?
Para que não a deixasse só, sua mulher lhe daria falsas notícias de
conspiradores e de vitórias. É possível que fosse covarde e a mulher lealmente
lhe escondeu que sabia. Imagino-o em seu porão, talvez sem um candeeiro, sem um
livro. A sombra o afundaria no sono. Sonharia, a princípio, com a noite
tremenda em que o aço procuraria a garganta, com as ruas abertas, com a
planície. Com o passar dos anos não poderia fugir e sonharia com o porão. Ele
seria, no início, um acossado, um ameaçado; depois, não o saberemos nunca, um
animal tranquilo em sua toca ou uma espécie de obscura divindade.
Tudo isso até
aquele dia do verão de 1852 em que Rosas
fugiu. Foi então que o homem acobertado saiu à luz do dia; meu avô falou com
ele. Balofo e obeso, estava da cor da cera e não falava em voz alta. Nunca lhe
devolveram os campos que haviam sido confiscados; creio que morreu na miséria.
Como todas as coisas, o destino de Pedro Salvadores parece-nos um símbolo de
algo que estamos a um passo de compreender.
Pedro
Salvadores
A Juan Murchison
Quiero dejar escrito, acaso por primera vez, uno de los
hechos más raros y más tristes de nuestra historia. Intervenir lo menos posible
en su narración, prescindir de adiciones pintorescas y de conjeturas
aventuradas es, me parece, la mejor manera de hacerlo.
Un hombre, una mujer y la vasta sombra de un dictador son
los tres personajes. El hombre se llamó Pedro Salvadores; mi abuelo Acevedo lo
vio, días o semanas después de la batalla de Caseros. Pedro Salvadores, tal
vez, no difería del común de la gente, pero su destino y los años lo hicieron
único. Sería un señor como tantos otros de su época. Poseería (nos cabe
suponer) un establecimiento de campo y era unitario. El apellido de su mujer
era Planes; los dos vivían en la calle Suipacha, no lejos de la esquina del
Temple. La casa en que los hechos ocurrieron sería igual a las otras: la puerta
de calle, el zaguán, la puerta cancel, las habitaciones, la hondura de los
patios. Una noche, hacia 1842, oyeron el creciente y sordo rumor de los cascos
de los caballos en la calle de tierra y los vivas y mueras de los jinetes. La
mazorca, esta vez, no pasó de largo. Al griterío sucedieron los repetidos
golpes; mientras los hombres derribaban la puerta, Salvadores pudo correr la
mesa del comedor, alzar la alfombra y ocultarse en el sótano. La mujer puso la
mesa en su lugar. La mazorca irrumpió; venían a llevárselo a Salvadores. La
mujer declaró que éste había huido a Montevideo. No le creyeron; la azotaron,
rompieron toda la vajilla celeste, registraron la casa, pero no se les ocurrió
levantar la alfombra. A la medianoche se fueron, no sin haber jurado volver.
Aquí principia verdaderamente la historia de Pedro
Salvadores. Vivió nueve años en el sótano. Por más que nos digamos que los años
están hechos de días y los días de horas y que nueve años es un término
abstracto y una suma imposible, esa historia es atroz. Sospecho que en la
sombra que sus ojos aprendieron a descifrar, no pensaba en nada, ni siquiera en
su odio ni en su peligro.
Estaba ahí,
en el sótano. Algunos ecos de aquel mundo que le estaba vedado le llegarían
desde arriba: los pasos habituales de su mujer, el golpe del brocal y del
balde, la pesada lluvia en el patio. Cada día, por lo demás, podía ser el
último.
La mujer fue
despidiendo a la servidumbre, que era capaz de delatarlos. Dijo a todos los
suyos que Salvadores estaba en la Banda Oriental. Ganó el pan de los dos
cosiendo para el ejército. Em el decurso de los años tuvo dos hijos; la familia
la repudió, atribuyéndolos a un amante. Después de la caída del tirano, le
pedirían perdón de rodillas.
¿Qué fue,
quién fue, Pedro Salvadores? ¿Lo encarcelaron el terror, el amor, la invisible
presencia de Buenos Aires y, finalmente, la costumbre? Para que no la
dejara sola, su mujer le daría inciertas noticias de
conspiraciones y de victorias. Acaso era cobarde y la mujer lealmente le ocultó
que ella lo sabía. Lo imagino en su sótano, tal vez sin un candil, sin un
libro. La sombra lo hundiría en el sueño. Soñaría, al principio, con la noche
tremenda en que el acero buscaba la garganta, con las calles abiertas, con la
llanura. Al cabo de los años no podría huir y soñaría com el sótano. Sería, al
principio, un acosado, un amenazado; después no lo sabremos nunca, um animal
tranquilo en su madriguera o una suerte de oscura divinidad.
Todo esto
hasta aquel día del verano de 1852 en que Rosas huyó. Fue entonces cuando el
hombre secreto salió a la luz del día; mi abuelo habló con él. Fofo y obeso,
estaba del color de la cera y no hablaba en voz alta. Nunca le devolvieron los
campos que le habían sido confiscados; creo que murió en la miseria. Como todas
las cosas, el destino de Pedro Salvadores nos parece un símbolo de algo que
estamos a punto de comprender.
(*) Mazorca: força policial a serviço do ditador argentino
Juan Manuel de Rosas.