Do livro Elogio da sombra – 25 / 31
Buenos Aires
O que será Buenos Aires?
É a Plaza de Mayo a que voltaram, depois de ter guerreado no continente, homens cansados e felizes.
É o dédalo crescente de luzes que divisamos do avião e sob o qual estão o terraço, a calçada, o último pátio, as coisas quietas.
É o paredão de La Recoleta contra o qual morreu, executado, um dos meus antepassados.
É uma grande árvore da rua Junín que, sem sabê-lo, nos proporciona sombra e frescor.
É a longa rua de casas baixas, que deixa de ter e transfigura o poente.
É a Doca Sul da qual zarpavam o Saturno e o Cosmos.
É a calçada de Quintana na qual meu pai, que estivera cego, chorou porque via as antigas estrelas.
É uma porta numerada, atrás da qual, na obscuridade, passei dez dias e dez noites, imóvel, dias e noites que são na memória um instante.
É o mesmo ginete sob a chuva.
É uma esquina da rua Peru, na qual Júlio César nos disse que o pior pecado que pode cometer um homem é gerar um filho e sentenciá-lo a esta vida espantosa.
É Elvira de Alvear, escrevendo em cuidadosos cadernos um extenso romance, que no começo era feito de palavras e no fim de vagos traços indecifráveis.
É a mão de Norah, esboçando o rosto de uma amiga que é também o de um anjo.
É uma espada que serviu nas guerras e que é menos uma arma que uma memória.
É uma divisa descolorida ou um daguerreótipo desgastado, coisas que são do tempo.
É o dia em que deixamos uma mulher e o dia em que uma mulher nos deixou.
É aquele arco da rua Bolívar do qual se divisa a Biblioteca.
É a divisão da Biblioteca, na qual descobrimos, a partir de 1957, a língua dos ásperos saxões, a língua da coragem e da tristeza.
É a peça contígua, na qual morreu Paul Groussac.
É o último espelho que repetiu o rosto de meu pai.
É o rosto de Cristo que vi no pó, desfeito a marteladas, em uma das naves da Piedad.
É uma alta casa do Sul na qual minha mulher e eu traduzimos Whitman, cujo grande eco oxalá reverbere nesta página.
É Lugones, olhando pela janela do trem as formas que se perdem e pensando que já não o angustia o dever de traduzi-las para sempre em palavras, porque esta viagem será a última.
É a deserta noite, certa esquina do Once onde Macedonio Fernández, que morreu, continua explicando-me que a morte é uma falácia.
Não quero prosseguir; estas coisas são demasiadamente individuais, são demasiadamente o que são, para ser também Buenos Aires.
Buenos Aires é a outra rua em que nunca pisei, é o secreto centro dos quarteirões, os pátios derradeiros, é o que as fachadas ocultam, é meu inimigo, se o tenho, é a pessoa a quem desagradam meus versos (a mim também desagradam), é a modesta livraria em que por acaso entramos e que esquecemos, é essa rajada de milonga sibilante que não conhecemos e que nos toca, é o que foi perdido e o que será, é o ulterior, o alheio, o lateral, o bairro que não é teu nem meu, o que ignoramos e amamos.
Buenos Aires
¿Qué será Buenos Aires?
Es la Plaza de Mayo a la que volvieron, después de haber guerreado en el continente, hombres cansados y felices.
Es el dédalo creciente de luces que divisamos desde el avión y bajo el cual están la azotea, la vereda, el último patio, las cosas quietas.
Es el paredón de la Recoleta contra el cual murió, ejecutado, uno de mis mayores.
Es un gran árbol de la calle Junín que, sin saberlo, nos depara sombra y frescura.
Es una larga calle de casas bajas, que pierde y transfigura el poniente.
Es la Dársena Sur de la que zarpaban el Saturno y el Cosmos.
Es la vereda de Quintana en la que mi padre, que había estado ciego, lloró, porque veía las antiguas estrellas.
Es una puerta numerada, detrás de la cual, en la oscuridad, pasé diez días y diez noches, inmóvil, días y noches que son en la memoria un instante.
Es el jinete de pesado metal que proyecta desde lo alto su serie cíclica de sombras.
Es el mismo jinete bajo la lluvia.
Es una esquina de la calle Perú, en la que Julio César Dabove nos dijo que el peor pecado que puede cometer un hombre es engendrar un hijo y sentenciarlo a esta vida espantosa.
Es Elvira de Alvear, escribiendo en cuidadosos cuadernos una larga novela, que al principio estaba hecha de palabras y al fin de vagos rasgos indescifrables.
Es la mano de Norah, trazando el rostro de una amiga que es también el de un ángel.
Es una espada que ha servido en las guerras y que es menos un arma que una memoria.
Es una divisa descolorida o un daguerrotipo gastado, cosas que son del tiempo.
Es el día en que dejamos a una mujer y el día en que una mujer nos dejó.
Es aquel arco de la calle Bolívar desde el cual se divisa la Biblioteca.
Es la habitación de la Biblioteca, en la que descubrimos, hacia 1957, la lengua de los ásperos sajones, la lengua del coraje y de la tristeza.
Es la pieza contigua, en la que murió Paul Groussac.
Es el último espejo que repitió la cara de mi padre.
Es la cara de Cristo que vi en el polvo, deshecha a martillazos, en una de las naves de la Piedad.
Es una alta casa del Sur en la que mi mujer y yo traducimos a Whitman, cuyo gran eco ojalá reverbere en esta página.
Es Lugones, mirando por la ventanilla del tren las formas que se pierden y pensando que ya no lo abruma el deber de traducirlas para siempre en palabras, porque este viaje será el último.
Es, en la deshabitada noche, cierta esquina del Once en la que Macedonio Fernández, que ha muerto, sigue explicándome que la muerte es una falacia.
No quiero proseguir; estas cosas son demasiado individuales, son demasiado lo que son, para ser también Buenos Aires.
Buenos Aires es la otra calle, la que no pisé nunca, es el centro secreto de las manzanas, los patios últimos, es lo que las fachadas ocultan, es mi enemigo, si lo tengo, es la persona a quien le desagradan mis versos (a mi me desagradan también) , es la modesta librería en que acaso entramos y que hemos olvidado, es esa racha de milonga silbada que no reconocemos y que nos toca, es lo que se ha perdido y lo que será, es lo ulterior, lo ajeno, lo lateral, el barrio que no es tuyo ni mío, lo que ignoramos y queremos.
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